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- July 1, 2025
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Cuando viajar sin plan se convierte en el verdadero desafío
Siempre he dicho que “si no está en el planning, no existe”. Así viajo yo: con estructura, con horarios sincronizados con precisión suiza y con cada restaurante reservado al menos tres semanas antes. Viajar es mi proyecto de vida, y como toda buena estratega —y amante de los juegos de mesa—, me gusta jugar con ventaja.
Por eso, cuando Pamela apareció un jueves por la noche en mi casa con su sonrisa de “¿a que no te atreves?” y me soltó un “¡Nos vamos a Bangladesh este fin de semana a ver tigres!”, pensé que era una de sus bromas de alma libre. No lo era.
Sin billete comprado, sin ruta trazada y sin saber qué nos esperaba exactamente en los manglares de Sundarbans, acepté el reto. Contra toda lógica. Contra todo lo que yo represento. Porque claro, “dormir, eso puedo hacerlo en casa”.
Los manglares no estaban en el planning
Llegar no fue sencillo. Volamos desde Madrid hasta Dhaka con escala en Doha, y luego tomamos un vuelo doméstico a Jessore con Biman Bangladesh Airlines (unos 40 USD). Desde allí, cuatro horas por carretera hasta Mongla, entre tuk-tuks, vacas y puestos de frutas tropicales. Pamela, feliz con cada parada fotogénica; yo, revisando el Google Maps sin señal y preguntándome en qué momento perdí el control de la situación.
“Espera, en esta salgo a contraluz”, decía ella mientras posaba con una flor de loto entre los dedos. Yo solo pensaba en la humedad y en que no habíamos reservado alojamiento.
En Mongla, nos unimos a un tour local básico: una barca de madera, un guía con inglés elemental, y la promesa incierta de avistar un tigre. Precio: 4.500 takas por persona (unos 38 €), comida incluida. Un arroz, lentejas, y pescado frito que sabía a supervivencia. Salimos al amanecer con la marea alta y las expectativas bajas.
Los Sundarbans son como un laberinto verde flotante. El bosque de manglares más grande del mundo, donde el agua salada y dulce se entrelazan, y donde cada canal parece ocultar algo sagrado. Vimos ciervos sambar, nutrias, garzas, monos, y un par de cocodrilos a lo lejos. Pero nada de tigres.
Y ahí surgió el conflicto. La frustración me caló más que la humedad del aire. ¿Había viajado más de 8.000 kilómetros para esto? ¿Para no cumplir el objetivo principal? ¿Dónde estaba el premio del esfuerzo?
Pamela, mientras tanto, estaba viviendo su propio documental de la BBC. Se emocionaba con la bruma entre las ramas, con las raíces que parecían esculturas, con los pescadores locales que nos saludaban desde la distancia.
“¡Sí a todo!”, me decía mientras yo maldecía interiormente el no haber traído un plan B.
Y entonces, cuando ya dábamos todo por perdido, sucedió.
Estábamos flotando en un canal estrecho al atardecer, el guía apagó el motor para no molestar a la fauna. El silencio se hizo espeso. El sol teñía todo de naranja oxidado.
Y se escuchó.
Un rugido. Lejano. Grave. Crudo. Real.
No vimos al tigre. Pero lo oímos. Y fue suficiente para que todo cambiara. Pamela me miró con lágrimas brillando en los ojos. “¿Lo oíste?”, me susurró. Asentí. Y, por primera vez en mucho tiempo, no tuve la necesidad de apuntar la hora exacta en mi agenda. Solo respiré.
Pensaba que venía a comprobar cada punto del mapa, pero terminé soltando el control... y descubriendo que no todo viaje necesita un itinerario para ser inolvidable.
Cuando el caos enseña más que el orden
De regreso en Dhaka, con las piernas cansadas, las mochilas húmedas y las botas llenas de barro salado, ni una de las dos era la misma que había aterrizado dos días antes. El tigre nunca apareció, al menos no ante nuestros ojos. Y sin embargo, la experiencia fue todo menos vacía.
Yo, Olivia, había llegado intentando sostener un orden imposible, como si la selva me obedeciera. Como si un rugido pudiera programarse. Pero no. Me costó dejar ir el control, aceptar que lo importante no siempre se puede planificar. Y en esa renuncia, descubrí una forma distinta de viajar: más real, más vulnerable… más presente.
Pamela, por su parte, también vivió su propia grieta. Aunque siempre sonriente, me confesó esa última noche en el hotel —el Hotel 71, sencillo pero cómodo, por 45 USD— que se sintió fuera de lugar. Que entre tanta humedad, tanto silencio y tanta imprevisibilidad, hubo momentos en los que su energía no encajaba.
“Yo vine buscando la foto perfecta… y terminé sintiéndome invisible. El bosque me hizo callar”, me dijo. No se lo esperaba. Ni yo.
Así que, sin decirlo en voz alta, las dos entendimos que este viaje nos enfrentó a lo que menos queríamos mirar. Yo, a mi necesidad de controlarlo todo. Ella, a su dependencia de captar y compartir cada instante para validarlo. Ambas fuimos sacudidas por un paisaje que no necesitaba de nosotras para existir.
Los Sundarbans no son un decorado. Son un ecosistema frágil, vivo, imprevisible. Y no están esperando turistas. Están resistiendo. Por eso, el viaje no solo dejó preguntas, sino también una responsabilidad. Sí, volveremos, pero no igual. Más conscientes. Más informadas. Más dispuestas a escuchar, no solo a mirar.
No vimos al tigre. Pero nos encontramos con lo que escondíamos debajo de nuestras formas de viajar.
Y eso, definitivamente, no estaba en el planning… ni en el feed.
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