Fiyi sin filtro: cuando la selva y el planning chocan

Llegamos a Taveuni un viernes con la mochila cargada de expectativas... y con el itinerario de Olivia cargado de horarios. Reservas confirmadas, traslados pagados, restaurante previsto para la cena. El lugar era un sueño: nos alojamos en Maravu Lodge, rodeado de selva y con una plataforma perfecta para saludar al sol.

Yo respiraba profundo, con la intención de dejarme llevar. Olivia ya estaba organizando el despertador del día siguiente. “7:30, desayuno y rumbo a Bouma”. La selva me pedía silencio. Su reloj, eficiencia.

El sábado visitamos el Bouma National Heritage Park. Las cascadas de Tavoro son impresionantes, pero la experiencia se diluía entre flashes, drones y rutas marcadas. Me separé. Un sendero secundario me llevó a una mujer local recogiendo hojas de taro. Me miró, sonrió, y sin decir nada me mostró una poza escondida. Allí, sola, rodeada de vegetación espesa, me bañé sin ruido. Me sentí libre.

Pensaba que venía a perderme en la naturaleza, pero terminé encontrando una parte de mí que ya no encaja con los viajes empaquetados.

El domingo salimos en kayak rumbo a Qamea y Laucala. El mar estaba en calma, pero una corriente nos desvió. Olivia revisaba el reloj con nerviosismo; yo dejé de remar y me dejé llevar. No siempre hay que corregir el rumbo. A veces el desvío es el destino.

De vuelta en Wailoaloa Beach, cenamos un roti vegetal mirando el mar. Olivia repasaba los pasos dados. Yo observaba cómo el sol caía sin prisa. Fiyi es salvaje, sí. Pero también está atrapada en el turismo que convierte cada rincón en una postal vendible.

Me fui con la certeza de que no necesito más reservas. Necesito espacio para perderme. Y que lo mejor del viaje, muchas veces, no está en el planning.