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- May 15, 2025
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Siempre había soñado con Dubái. En mi cabeza era el sitio perfecto para mezclar el glamour, las compras y los paisajes de revista. Así que cuando surgió la oportunidad de ir, no me lo pensé dos veces,Confieso que lo que más ilusión me hacía era planear los outfits. Camisones vaporosos para las dunas, gafas de sol tamaño XXL, y claro, los tacones dorados que me compré por impulso en Estambul y aún no había estrenado.
La cosa es que no iba sola. Me acompañaba Lena, mi compañera de Nomadizers, esa alma libre que haría yoga en medio de un huracán si pudiera. Ya desde el principio supe que el plan no iba a ser solo centros comerciales y terrazas de hotel. Pero bueno, pensé, ¿qué podría salir mal? Spoiler: todo lo que no entra en una maleta con ruedas.
Lujo por fuera, vacío por dentro
Empezamos por la versión clásica: Dubái ciudad. Y sí, lo confieso, las primeras 48 horas fueron puro show. Nos alojamos cerca del Downtown, a dos pasos del Dubai Mall (más de 1.200 tiendas, pista de hielo, un acuario de tres pisos… todo lo que mi yo consumista podría desear). Me emocioné comprando un vestido azul eléctrico en una boutique local en Alserkal Avenue por 320 AED (unos 80 €), y probé mi primer gold cappuccino en Armani Caffè por 70 AED (17 €).
Pero ya el segundo día empecé a sentir algo raro.
Todo era tan… perfecto. Tan pulido. Tan pensado para el visitante con tarjeta platinum. Hasta las calles, como Jumeirah Beach Road o Sheikh Mohammed bin Rashid Boulevard, parecían salidas de una película futurista. ¿Pero dónde estaba la esencia? ¿La gente local? ¿La vida más allá del mármol y el aire acondicionado?
Y ahí entró Lena con su plan alternativo. “Pam, he encontrado una experiencia en el desierto, auténtica, con una comunidad beduina. Nada de shows para turistas. Solo silencio, arena y estrellas. ¿Vamos?”.
Mi parte estética pensó en las fotos. Mi parte cómoda pensó en el baño. Pero mi parte viajera dijo: Pim, PAM, pum. Así que acepté.
De la suite al suelo del desierto
Nos recogieron en un 4x4 rumbo al desierto de Lahbab, a unos 45 minutos de la ciudad. La excursión, organizada por una pequeña cooperativa local, costó 450 AED (unos 110 €), e incluía transporte, cena casera y alojamiento en una jaima tradicional. No era un glamping. Era real. Con colchones en el suelo, sin agua caliente y con un silencio que te dejaba sola contigo misma.
Al principio estaba inquieta. No había enchufes. No había espejo. ¡No había cobertura! Me descubrí tocando compulsivamente el móvil, como si fuera un amuleto. Mientras tanto, Lena se sentaba en una roca, cerraba los ojos y respiraba hondo. “Voy fluyendo con la vida”, me dijo. Y yo solo pude reír.
A veces, lo inesperado es lo que termina dándole sentido a todo.
La noche fue mágica. El cielo era tan claro que podías contar las constelaciones. Cenamos cordero cocinado en horno de arena, bebimos té dulce mirando las llamas de una hoguera y hablamos con una mujer beduina que nos enseñó a preparar pan khubz y me prestó un pañuelo de colores que me hizo sentir, por una vez, sin necesidad de filtro.
Al final, no dormí mucho. Pero no por incomodidad, sino porque no quería cerrar los ojos. Lena hablaba bajito con los guías sobre el ritmo de las estrellas y los rituales del desierto. Yo escuchaba. Y me sorprendí emocionándome. De verdad. Como cuando ves un perrito en la calle. O un atardecer con tonos malva y melocotón. Porque sí, el desierto tiene colores.
Cuando la estética se encuentra con el alma
Volver a la ciudad fue como un choque. El aire acondicionado, el tráfico, el bling-bling. Quise volver a entrar al Dubai Mall, pero esta vez no sentí lo mismo. Todo me pareció excesivo. Incluso vacío.
Pensé en cómo había empezado el viaje: buscando la foto perfecta con el fondo perfecto. Y terminé sin maquillaje, con arena en el pelo y una paz que no cabía en ninguna red social.
¿Merece la pena viajar a Dubái? Sí… pero con matices. Si buscas brillo, lo vas a tener. Si buscas cultura, la tienes que escarbar. Y si buscas conexión humana, vas a tener que salirte del plan típico y adentrarte, literalmente, en el desierto.
Mi conflicto, en el fondo, fue darme cuenta de que a veces, las cosas que más me atraen —el lujo, la estética, las tiendas— también me vacían si no están equilibradas con algo más profundo. Y eso, irónicamente, me lo enseñó el lugar menos “instagrameable” de todo el viaje.
Al final, me llevé muchas fotos. Pero las mejores no las subí. Se quedaron conmigo, impresas en la memoria. Y también me llevé una amiga más sabia, más lenta, más silenciosa: Lena, que sigue pensando en hacer un retiro espiritual en Omán. Y yo… bueno, yo ahora estoy buscando un clutch de yute para el próximo viaje.
Espera… en esta foto salgo a contraluz. Pero da igual. Se me ve feliz.
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