Sri Lanka en 72 horas: entre el safari soñado y la trampa del turismo programado

Cuando el itinerario se rompe y la realidad no cabe en la agenda

Empezamos el viaje aterrizando en Colombo un viernes al mediodía. Yo, fiel a mi estilo, tenía todo organizado al milímetro: transporte reservado ($55 hasta Kandy), entradas compradas, tiempos calculados. La primera parada fue el Templo del Diente de Buda (entrada: LKR 2.000). Pero entre controles, aglomeraciones y turistas grabando cada rincón, sentí que lo sagrado se había convertido en decorado. Unai, cómo no, encantado: “Este lugar tiene más historia que mis grupos de WhatsApp”, bromeó.

El sábado subimos al tren panorámico a Ella ($12 en primera clase). Yo soñaba con una experiencia tranquila, pero las puertas abiertas se convirtieron en escenario para influencers y fotos ensayadas. Aun así, en Little Adam’s Peak, al fin sin cobertura ni ruido, respiré algo de autenticidad. “A veces el conocimiento está en soltar el control”, me dijo Unai. No quise darle la razón… pero tenía razón.

El domingo madrugamos para el safari en Yala ($95). Vimos leopardos y elefantes, sí, pero también filas de jeeps compitiendo por la mejor foto. Fue mágico y frustrante a la vez. Y ahí entendí: no todo lo que brilla en Instagram es experiencia real.

Pensé que bastaba con tenerlo todo planeado, pero Sri Lanka me enseñó que lo más auténtico del viaje sucede cuando dejas espacio para lo inesperado.

Volvimos a Colombo el domingo por la noche. Teníamos apenas unas horas antes de tomar el vuelo. Paseamos por Galle Face Green, donde las familias locales meriendan sentadas en el césped mientras los niños vuelan cometas. Nadie nos pidió dinero. Nadie nos ofreció una experiencia “auténtica” empaquetada en forma de tour.

Fue en ese momento, con los pies llenos de arena y el Excel ya inservible, cuando entendí que no todo se puede controlar. Que no todo lo que brilla en los blogs de viaje es oro. Y que no todo lo que se paga vale realmente la pena.

Sri Lanka es un país de contrastes extremos. De templos milenarios devorados por el turismo y de montañas donde aún se respira libertad. De safaris mágicos empañados por el consumo en masa. De momentos que no puedes planear y que, por eso mismo, se te graban en el alma.

¿Merece la pena correr entre safaris y templos antiguos en Sri Lanka durante un fin de semana? Sí, pero solo si estás dispuesto a dejar atrás la rigidez del planning. Yo, Olivia, la reina del itinerario milimetrado, lo aprendí a la fuerza. A veces, lo mejor del viaje no está en lo que planeas, sino en lo que no puedes prever.

Y aunque me duela admitirlo… “si no está en el planning, también puede existir”.